Quien desea decir algo real sobre la muerte tiene que acudir a la imagen del encuentro. Los muertos son los únicos que podrían decirnos algo pero los que no han pasado por ese trance ignoran su contenido. El ser humano nunca pudo ni podrá volver al mundo para describir lo que sucede en ese tránsito pues es un misterio insondable para todos. Ni siquiera los que estamos ya cerca de la muerte por razón de edad podemos hacer una descripción de ella y menos explicar lo que hay detrás de ella. Le fe sólo nos dice una cosa: la fe cristiana nos enseña que ella es un “encuentro” con Dios, como una luz al final del túnel de la vida.
Y es que, en efecto, recurrimos al concepto de encuentro porque es la única experiencia que se tiene y se vive sobre Dios antes de morir: las tristezas, los anhelos, los lamentos, los sufrimientos y cualesquiera abatimientos a que todos estamos sometidos en razón de la muerte nada aclaran sobre lo que en sí misma es la muerte. No sabemos si estas experiencias de la vida se verán acrecentadas o será su final. A través de todas las vicisitudes de la vida tenemos experiencia de encontrar a Dios, sabiéndolo o sin saberlo. Esos encuentros quizá sean la única imagen que podemos usar para la muerte: que es un encuentro con Dios. El rostro de Dios nos está escondido durante la vida, pero hay veces que afirmamos que hemos encontrado a Dios. Sí, hemos encontrado a Dios. Pues esa es la experiencia más cercana de lo que acontece en la muerte.
La vivencia del encuentro con Dios en esta vida, es lo más cercano a la realidad de la muerte. Los cristianos no podemos callar esta experiencia de Dios allí donde nadie puede hablar ni decir algo experimentado como es el fenómeno de la muerte. No es de recibo que los cristianos enmudezcan por temor a modas o porque hablamos de lo desconocido. No; no es desconocido que muchos humanos encuentran a Dios en la vida y sin embargo no tienen pruebas sensibles y fehacientes de que así haya sido.
La cara interna de la muerte es el encuentro con Dios que es el definitivo encuentro que se tiene como personas. La fe cristiana afirma que la muerte es el encuentro definitivo con Dios, encuentro satisfaciente de toda la existencia. Y este encuentro es mucho más clarificador que decir, como a veces se dice entre los cristianos, que se entra en el cielo, que se está en el paraíso o, si se quiere, que se empieza a gozar del banquete eterno en el seno de Abraham o que viviremos una vida en compañía de todos los seres queridos.
El encontrarse con Dios es punto culminante de la vida y es también el constitutivo de la muerte. Toda nuestra vida es una búsqueda de Dios (“Tu rostro buscaré, Señor” Sal 27,8) y la muerte no tiene por qué ser el final de esa búsqueda, es algo que no está sometido a la muerte. No hay descripción alguna en la revelación de lo que hay en la muerte, si se exceptúa el encuentro con Dios, ver “cara a cara a Dios”. Al inicio de nuestra vida estuvo presente Dios pero no pudimos conocerlo y al final de nuestra vida está el mismo Dios creador y beatificador: “ahora vemos como en un espejo, confusamente, entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado, entonces conoceré como he sido conocido por Dios” (1 Cor 13,12).
Esto es lo genuino de la fe cristiana; no es descripción de paraísos, banquetes continuados, cita con las personas queridas y, menos, abismos de miseria o cárceles llenas de tormentos físicos… El encuentro con Dios a quien se ha buscado y eventualmente encontrado durante el tiempo en la tierra, es la realidad fundada en la revelación. Lo único y lo verdadero de tantas descripciones del cielo o la vida después de la muerte que han pretendido imponerse. La muerte es pararse en el encuentro con Dios, de lo cual tenemos migajas a lo largo de la vida. Todas las descripciones del cielo son sucedáneos imaginativos de lo que es el encuentro con Dios o, como dice un teólogo de nuestros días, la revolución casera del cielo. Sigue estando firme que la muerte solo admite ser entendida como encuentro definitivo con Dios. La vida que empieza en la muerte es conocer al escondido: “en esto consiste la vida eterna: en conocerte a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” (Ju 17,3). Así de sencillo y sublime.
Ya sabemos algo cierto sobre la muerte, hay una luz al final del túnel de la vida. Como dice S. Agustín al final del De civitate Dei: “Allí descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos” (22,30, 5). Andamos toda la vida buscando a Dios; lo encontraremos indefectiblemente en la muerte. Todos, siempre y en cualquier muerte. Es lo único cierto sobre la muerte para todos aquellos que no la padecimos, aunque ciertamente nos sobrevendrá en poco tiempo por la edad que tenemos.
La vida humana es un buscar a Dios y solo podemos definir la muerte como un encuentro definitivo de Dios. Nada de paraísos, ni moradas placenteras o de castigo. Todo lo que hay de cierto es un encuentro con Dios definitivo y culminante. Se terminó toda búsqueda ansiosa y temporal. Es encontrar la total razón de por qué y para qué existimos. Es la luz al final del túnel de la vida; se terminó toda búsqueda de Dios.
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