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A Dios rogando y con el mazo dando
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La actitud de nuestra vida debe ser buscar a Dios con un anhelo incontenido y continuado y hacerlo llamándole con el forcejeo del herrero golpeando el hierro ardiendo. En la Escritura “buscar a Dios” es sinónimo de invocar a Dios. Es un modo de resaltar que el conocimiento de Dios no es un aprendizaje o un mero dar paso a una curiosidad pasajera satisfecha por una consulta en Google, sino una actitud personal y comprometida para tomar una decisión responsable. Hay que comprometerse con ello; no lo trae la cigüeña por los aires.
El problema es qué es lo que hay que hacer. Pues es algo que está en las manos de todos y no se trata de una especialización de eruditos, ni de habilidades innatas que solo tienen los superdotados. Es el mero ejercicio de nuestra buena voluntad en la tarea diaria y comprometer nuestra voluntad en cualquier ayuda al prójimo, servicio humilde a nuestros semejantes y poner nuestros dones naturales al servicio de los demás en el trabajo profesional. Amar al prójimo y ponerse al servicio de los demás en una palabra. Así busca a Dios la inmensa mayoría de la humanidad.
Es el lema de la santidad que S. Benito proponía a sus monjes: Ora et labora. Es volverse a Dios en la intimidad pero sin dejar de darle al martillo. No es desear solo los bienes buscados sino dedicarse a lograrlos con nuestro trabajo por muy humilde que sea. Tal es la búsqueda de Dios que a todos nos incumbe, al decir de S. Agustín: “Te buscaré, Señor, invocándote y te invocaré creyendo en ti” (Confesiones, l. 1, c. 1). Buscar a Dios, ciertamente, pero invocándolo para que se haga presente en nuestra vida. Tal es la plausible actitud del verdadero fiel: “Te seguimos de todo corazón y buscamos tu rostro” rezaba Azarías (Dan 3,41).