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Atufa tanto griterío sin nada que lo respalde. Bajen los decibelios por favor. Y sonrían aunque no les fotografíen para el periódico
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Poner a Dios en el centro de nuestros proyectos humanos es tarea capital de nuestra existencia y eso se traduce en vivir en paz y alegría con los demás. Ser religioso es favorecer la amistad y convivencia con todos.
Ocurre que en el presente los productos del mercado se anuncian a bombo y platillo; todos ellos prometen una satisfacción completa y nos repiten que adquiriendo uno de sus cachivaches se obtiene la felicidad y si, además te haces adicto a ella o te suscribes por un año, ya rozas con el paraíso. Los pregoneros del pueblo han sido sustituidos por las primeras páginas de los diarios. La propaganda pública son pequeñas dosis de exquisitos manjares que nos aportarán felicidad pero nos dejan siempre tirados en la estacada e insatisfechos de lo que se nos prometía. Y es que, en verdad y brevemente, a Dios no se le encuentra por poseer esos utensilios mercantiles o en manifestaciones multitudinarias; lo que hace ruido en una palabra pero no aporta nada convincente.
El encuentro con Dios acontece sólo en el individuo, como la gracia de Dios que es siempre eminentemente personal e intransferible, aunque afecte a grupos o a todos los seres humanos. Orientar nuestra vida religiosa es tarea fundamental y personal; lo demás son baratijas o calderilla de nuestra existencia.
Y el encuentro con Dios acontece siempre en el silencio, en la intimidad, lejos de la publicidad y el famaseo. Es cosa del corazón, del sentimiento experimentado de dependencia y no de gritos en festejos ni algaradas con altos decibelios ni de forofos ni de chisgarabís.
Es cierto que a Dios se le encuentra en la sinceridad de una sonrisa o en el compartir una pequeña alegría de la vida. Alegrar la vida de los demás puede ser un medio de acercarse al Dios que se manifestará como alegría de los humanos: “Los redimidos volverán y habrá alegría eterna sobre sus cabezas” (Is 35,10), se promete en la Biblia. Hacer sonreír puede ser una notoria obra de caridad para con el prójimo. Alguna vez oí que sonreír no cuesta nada y es hacer felices a los demás. Una sonrisa hace ricos a los que la reciben y no cuesta nada a quien colabora en ello; es una donación que hace ricos a los demás sin empobrecer a quien la hace. En un instante se mejora la condición de los demás, pues se lleva la tranquilidad al dolorido y la paz al intranquilo. Demos esa satisfacción que no cuesta nada y remedia muchas necesidades de quienes están afectados, doloridos, insatisfechos o amargados por vicisitudes de la vida; en una palabra, obra excelente de caridad. Nadie tiene más necesidad de la sonrisa que aquel que está amargado en su situación.
Los santos fueron capaces de crear en su entorno humano tranquilidad, paz y sosiego con su sonrisa a flor de labios pues se cumplía lo profetizado por Isaías: “Voy a transformar a Jerusalén en alegría y a su población en gozo” (Is 65,18). Sto. Tomás Moro dijo en una oración: “Concédeme, oh Dios, la salud del cuerpo y el buen humor que brota de esa salud”. Y es que el creyente, aún sin ver a Dios, ya en este mundo “está alegre con un gozo indecible y glorioso” (I Pe 1,8).