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El Resucitado: “Id a Galilea; allí me veréis” (Mc 16,7). ¿Pero dónde está para mí Galilea?
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Rastrear a Dios es siempre buscar por los caminos de la vida. Por eso cada cual tiene su Galilea: muerte de un familiar, crisis de enfermedades, traición de quien teníamos por amigo, lo avasallador del mal en nuestro entorno, crisis del desarrollo vital, fracaso de una idea largo tiempo acariciada… Casi tantas Galileas como pueblos del mundo y situaciones de la vida humana. Galilea está en la vivencia de cada uno, pero el resultado es el mismo: encontrarse con Dios. La historia del encuentro con Dios es más variada que las vidas de los santos y que los variados milagros que se les atribuyen.
No hay mapas que señalen dónde está la Galilea de cada cual, pero lo hallado es siempre lo mismo. Es la satisfacción de dar con algo por lo que merece seguir viviendo y bregando las luchas de cada día, que justifica las peculiaridades de cada cual y que otorga a la existencia el marchamo de ser una existencia particular e irrepetible y justificadora de todo el proceso vital, la única medicina en casos de enfermedades incurables. Precisamente por esta relación con Dios cada uno de nosotros es lo que es y cada uno de nosotros tiene su nombre escrito desde toda la eternidad. Es como la vida de los santos: todos son santos pero no hay dos iguales en relación a Dios ni en la historia de su conversión.
No hay que fiarse de los manuales para convertirse a Dios ni en santos que todo lo consiguen ni en ejercicios de adiestramiento espiritual. Ante todo es obra de la gracia y es Dios mismo el que nos busca y quien busca atraernos con su amor y doblegar el espinazo de nuestros egoísmos y veleidades acariciadas. Es él quien desbarata nuestros personalismos y nuestras seguridades sojuzgando la independencia de nuestro espíritu. Las personas lo único que podemos hacer es seguir buscando a tientas a Dios, pero siempre es Dios quien se adelanta y sale a nuestro encuentro.