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Feliz encuentro con el cuerpo humano que tiene Dios
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Estos días recibo felicitaciones con motivo del día de Nacimiento de Cristo deseándome toda clase de bienes espirituales y temporales. Mi profundo agradecimiento por sus buenos deseos que les honra y me hacen deudor de semejantes deseos para ellos.
Permítanme solo exponer el sentido con el que vivo estas fiestas que por mi edad y situación no pueden ser muy repetidas. Para mí estas fiestas no son un cumpleaños de un personaje histórico. Las biografías de cualquier personaje se detienen en transmitirnos la fecha exacta en que vieron la luz. De Jesús no sabemos ni sabremos nunca la fecha exacta de su nacimiento y por ello nunca podremos celebrar su cumpleaños. Tampoco soy capaz de describir pormenorizadamente el contexto económico y social en que se verificó aquel nacimiento, pues aquel mundo está tan alejado económica y sociológicamente del nuestro que ni con mucha imaginación podré reconstruirlo o describirlo con seguridad. Para mí son solo las fiestas de la presencia de Dios en el mundo y el encuentro con Dios presente en carne humana.
A Dios nunca le podremos ver y es inaccesible a la mente humana. La fe cristiana sostiene que Dios tomó una condición humana. Los Santos Padres hablaban de una encarnación de Dios, es decir, tomar la carne humana, que no son solo fibra y huesos sino también amor, afecto, comunicación, interpretación y postura individualizada antes las cosas; opiniones humanas si queremos. Es el dogma de la encarnación. Intentar admirar y agradecer la encarnación es para mí una manera plausible de celebrar esta fiesta. Acabo de leer un libro del jesuita Brian E. Daley que se titula El Dios visible. Eso es la encarnación: hacerse visible lo que era invisible e ignoto. Dios escogió una morada inimaginable: esconderse tras una sangre humana, vestirse la forma de esclavo (Flp 2,7) o morar en el mundo de los humanos y visitar nuestros templos (Ju 2,19), de modo que pudiese ser conocido como una persona en unión con él. Dios sometió, se adueñó y residió en un ser humano de carne y huesos. Y expresándose como un profeta escatológico, como un moralista renovador o como un terapeuta del dolor y la angustia; como alguien que viene de Dios en una palabra y nos sale al encuentro. Dios está de un modo nuevo e inimaginable con nosotros.
Y esto me llena sobremanera. Al fin y al cabo, todo el año ando con mis lectores a la búsqueda de Dios. Y de repente me encuentro con Jesús encarnado, que está ahí, como uno más de nosotros, haciéndose accesible como si fuera un familiar o amigo de los de toda la vida. Eso es lo que buscaba afanosamente.
Tengo el goce de haber encontrado lo que tan afanosamente buscaba. Encontré lo que buscaba: “Tu rostro buscaré, Señor”. Como un hombre de nuestra vecindad: “Tomó condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en figura humana como los demás hombres” (Flp 2,5-8). Eso es lo que experimentaré nuevamente en Navidad. Y ¡cómo no celebrarlo!