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Las mentiras tienen narices largas, como Pinocho
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La vida social y, más todavía, la vida política es un basurero de mentiras. Se constata al abrir los periódicos de cada día. Todos tienen las narices largas como Pinocho, quien preguntado varias veces por el hada sobre si había estudiado, siempre respondía falsamente que sí había estudiado. Y a cada respuesta mentirosa le crecían las narices.
La moral clásica está llena de distinciones sobre tipos de mentira: mentira piadosa, injusta, perniciosa, de comerciantes, para salvar la honra, la del imputado en juicio, la del subterfugio ante el injusto inquisidor, … ¡qué sé yo cuántas! Pero, atención, el culto a la sinceridad no es patente de corso para toda clase de osadías. El bien de la persona y su dignidad es el bien de mayor cuidado y, si el culto de la sinceridad nos lleva a malograr el bienestar del individuo, nuestra sinceridad ha sido una herida causada con cuchillo afilado o agua hirviendo en sus heridas. El bien del prójimo es la suprema medida de la moral de las mentiras y no el prurito de transparencia. “Yo siempre digo las cosas claras”, pues puede ser que con tu comportamiento hieras al hermano. “Yo nunca tengo pelos en la lengua”, pues podrá ser que tienes una lengua viperina.
El mandamiento principal de la moral evangélica es amar al prójimo y no ir alardeando de las filacterias de sinceridad y claridad y de ser un machote de las cosas claras. Hay veces en que decir una mentira puede liberar al prójimo de una angustia torturadora o de una depresión inculpable y atenazadora o de una situación irreprimible de angustia.
Atención, pues, a lo que es verdadera caridad para el prójimo. Que esa es la suprema ley de los cristianos y a Dios se le busca siempre que emprendemos una acción a favor del prójimo y se le encuentra siempre que liberamos al prójimo de algún mal. Todo bien hecho al prójimo es entrar en la antesala de Dios.