El feminismo es la revolución más importante de la segunda mitad del siglo XX o de la postguerra. Y no ha terminado todavía. La conciencia de la discriminación, infravaloración y postergación de la mujer en la vida social humana hasta reducirla a un objeto de consumo se ha prolongado durante siglos. Y aun no ha terminado. La inferioridad de las naciones que todavía mantienen esa discriminación es, ante todo, en razón de no aceptar esta revolución.
La revolución todavía está pendiente. No sólo porque conviven culturas donde no ha llegado tal revolución con otras donde ya es eficaz, sino también porque la igualdad alcanzada es todavía formal y como de leyes, pero se descuida totalmente lo que es aportación de cada sexo, sacando de sí lo mejor que tiene y poniendo todas sus facultades al servicio de la totalidad de la vida humana. No digamos nada de los lugares donde el feminismo lo ha acaparado en exclusiva una mentalidad de izquierdas, como si fuera un eslogan de partido y no un progreso de la humanidad en su totalidad.
Incluso la Iglesia tenía que ser sensible a este movimiento. Ella ha nacido y ha pervivido siglos en culturas patriarcales y, casi siempre, abiertamente machistas y esto se le ha pagado e impregnado su vida. En la Iglesia muchas leyes y prácticas atufan a machismo. Este la ha contaminado a lo largo de su historia pues se ha desarrollado principalmente bajo culturas abiertamente machistas. La inculturación de la Iglesia, tan socorrida en estos tiempos, tiene también el lado oscuro de contaminarse de la cultura en la que se vive. Está más que nadie obligada a este cambio de mentalidad y costumbres machistas o dejará de ser testigo creíble para la humanidad.
Las mujeres en la Iglesia introducen el contrapeso al clericalismo, que tantas veces ha denunciado el Papa como el mal social de la Iglesia presente. Y, por fin, a ver si los entendidos nos aclaran lo de las diaconisas, que llevan ya mucho tiempo estudiándolo. Ese clericalismo es ostensible sobremanera en la legislación sobre la vida religiosa femenina, llena de desconfianzas, cautelas y suspicacias con quienes constituyen un estado de vida honorable, según dicen.
El peso de la cultura patriarcal es todavía muy significativo. Espacios como la política, la empresa, ejercicio de la autoridad… tienen todavía un rostro masculino que los delata. Faltan modelos femeninos de liderazgo en esos campos. Y eso también sucede en la Iglesia, donde las mujeres cristianas no tienen un espacio que les defina y les represente singularmente. Y, acentúo, en la Iglesia, donde ministerio eclesiástico y poder han ido siempre muy juntos y todo gobierno y poder de dirección ha estado asociado al mundo masculino. Tan solo en el elenco de santidad después de la muerte hay lugar para el elemento femenino.
Dios sale al encuentro indistintamente de hombres y mujeres. La salvación es para todos, hombres y mujeres. Hombres y mujeres van buscando a Dios atendiendo solo a su buena voluntad, no al género.
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