Logo dominicosdominicos

Blog Buscando a Dios

Antonio Osuna Fernández-Largo O.P.

de Antonio Osuna Fernández-Largo O.P.
Sobre el autor

12
Feb
2021
El moderno ateísmo ¿busca a Dios?
1 comentarios

   

El secularismo, relativismo, sectarismo y la indiferencia religiosa son caldo de cultivo para una evangelización moderna que prescinde de los ingredientes culturales de otras épocas, gloriosas o no, confesionales o no.

Hay que estar atentos a esas nuevas formas de ateísmo que son muy variantes y escurridizas. Todavía en el Vaticano II estaba muy presente lo que se llamaba el ateísmo militante, que es un ateísmo que huele a confrontación, a guerra y duelo entre religiosos y ateos y a establecer bloques entre la humanidad. Pero ocurre que a ese ateísmo sucedió otro de tipo científico y empírico: solo es verdad lo que puede medirse, formularse en tesis científicas o comprobarse en números y cantidades. También ha ido cediendo ese ateísmo que enarbolaba siempre las tesis del origen evolutivo de lo humano o la historia sin fondo de lo humano frente al relato de paraíso terrenal.

Percibo y no creo estar equivocado que el ateísmo de nuestros días más bien procede de una revalorización y exaltación de todo lo humano y la suposición de un Dios como proyección del ideal de lo humano sublimado. Dios sería un sueño de la humanidad y la explicitación de las posibilidades humanas con suma progresía. Hoy se imaginan que Dios es un futuro dominio de la técnica y la invención donde se resolverían todos los problemas de la humanidad. Si los cristianos creemos que el hombre es un ser creado a imagen y semejanza de Dios, los ateos piensan más bien que Dios es un ser creado a imagen y semejanza del hombre que será en el futuro. Dios estaría al final de la carrera buscando la solución a todos los temas científicos o sanitarios que hoy nos atormentan. Dios sería una definición del hombre futuro y dueño de la tierra. Pero en modo alguno un Padre bondadoso que nos busca y nos ama y está en el origen de todo lo creado, como pensamos los fieles. Dios sería la moneda de cambio en un mundo plenamente laicista.

El mundo globalizado en que vivimos es progresivamente pagano, relativista y materialista. No es tan agresivo con el cristianismo como en otras épocas, pues en su mayoría ha dejado de odiar la fe y pasa simplemente a ignorarla o juzgarla de nula relevancia para entender el mundo moderno y triunfar en él. Dios sería una leyenda de tiempos pasados, un cuento para una humanidad infantil.

Pienso, pues, que se impone una purga de nuestras ideas. Dios no está en un futuro idealizado ni un pasado glorioso de edades de oro de la humanidad (como a veces lo presentamos ingenuamente los cristianos), sino en la realidad fáctica del presente de la humanidad. Es admitir lo finito y lo infinito de la vida. No hay más que dos posibilidades: o el hombre es lo supremo de toda realidad y toda la realidad se acomoda a él o el hombre tiene un Ser Superior, plenariamente causa y dueño del hombre. Al igual que toda realidad ética presupone la existencia de algo que es superior (responsabilidad, conocimiento de sí mismo) o el hombre es dueño total y hace lo que le parece sin tener en cuanta a nadie. Creer en Dios es creer en alguien que es superior a nosotros y, por tanto, que no somos nosotros los dueños de toda realidad y ser ateo no es más que pensar que el ser humano es la suprema realidad y el dueño de todos sus destinos. Hay que sobrepasar las casi infinitas conceptualizaciones o categorizaciones de lo divino y  fijarse solo  en lo que es Dios para el ser humano: tener un creador, un autor de todo lo que es humano, un tribunal supremo, un ser del que depende todo lo humano, un salvador. Para reconocer a Dios hay que empezar reconociendo nuestras limitaciones. El primer dogma y origen de los demás es la creación, pues somos seres dependientes. Y el segundo, la salvación del hombre frustrado, pues somos seres deficientes. Todo lo que sea aceptar esta realidad superior es teísmo. Pensar, al contrario, que lo humano es  el origen y fuente de toda realidad y cada ser humano como autosuficiente y aislado es una forma nueva de ateísmo.

Ir al artículo

1
Feb
2021
Somos remisos y torpes en la práctica de la quinta obra de misericordia espiritual
2 comentarios

     

La situación actual de la epidemia viral pone a muchísimas personas en carencia de consuelo. Son ciudadanos que han perdido a familiares y seres queridos, que son víctimas de sensibles pérdidas económicas hasta ponerlos en trance de pobreza, en la pérdida laboral del trabajo o en la situación de tener que emigrar para seguir subsistiendo. Son situaciones de personas que necesitan consuelo, la quinta obra de misericordia espiritual en la moral cristiana.

Todo el mundo necesita de consuelo. Tiene que trasmitir algo a los demás, que se le oiga y que le comprenda. Infinidad de personas están necesitadas de que les oiga en lo que sufren, de que se les entienda y de no sentirse solos en la lucha por salir de su situación. El que sufre necesita compartir su situación pues tiende a pensar que su situación no es comprendida ni conocida por nadie, Y esta actitud de acompañar al que sufre es el consuelo de su existencia. El consuelo es acompañamiento, solidaridad, comprensión y arrimar el hombre para aliviar la carga. Es lo que se intenta hacer cuando repetimos a quien ha sufrido la muerte de un ser querido: ‘Te acompaño en el sentimiento’, decimos balbucientes. Eso es sobrellevar, arrimar el hombro y añadir fuerza para soportar una carga y aliviarle. Es lo que necesita el abrumado por la carga, el que no puede soportar una situación irreparable o quien ha de enfrentarse con un destino irresoluble. El triste de la obra de misericordia necesita un acompañante que eche la mano para soportar la carga casi siempre abrumadora, tirando de la cuerda que transporta la carga. Esa es la misericordia: estar al lado soportando la carga aunque no se le ponga remedio. El triste y abatido tiene que contar lo que le sucede, narrar la que sufre, desahogar su ánimo, verbalizar su dolor, experimentar que no está solo en la vida aunque la cosa sea irreparable como sucede en la muerte o en las enfermedades graves.

Y no es fácil la práctica de la consolación. No valen las palabras huecas o fingidas ni responder que uno tiene otros males superiores, ni acudir a largas reflexiones estereotípicas pues cuando se está hundido en la tragedia no se aguantan sermones hueros o fingidos. Se trata solamente de estar ahí, de acompañar, de coparticipar en el duelo, de arrimar el hombro en una palabra, lo cual ya es un alivio para llevar la carga. Es lo que todos necesitamos cuando una situación grave atenaza nuestro espíritu. Es lo máximo que podemos hacer por los demás, ayudar a cargar con la dolencia. El consolar es lo propio de seres vulnerables y limitados en sus posibilidades pero que entregan todo lo que está en sus manos como personas, es el conllevar y condolerse con los demás. Y todo ello se puede hacer guardando silencio, aprendiendo a callar y ejerciendo gestos de cercanía y compañía y ofreciendo a quien sufre un pañuelo para descargar su dolor. Es lo más que podemos hacer por los demás ante lo irreparable, pero eso es también el único consuelo que todos los humanos agradecemos pues así se comparte y suaviza la carga.

Con el consuelo misericordioso seguro que acompañamos al ser doliente en la búsqueda de Dios, que se hará presente con una ayuda que ya no es la humana del ser misericordioso  sino la ayuda de quien puede liberarnos de los males con el consuelo gratuito de su gracia y su bondad. Porque Dios nos ha otorgado  el máximo consuelo de nuestra vidas: “en nosotros abunda el consuelo por Cristo” (2 Cor 1,5) y quien consuela a los demás va difundido el consuelo que Dios da.

Ir al artículo

21
Ene
2021
El Espíritu de Dios sopla donde quiere pues no sabes de dónde viene ni adónde va
1 comentarios

    

Estamos viviendo un cambio de cultura y de situaciones nuevas en los caminos de Dios. Negarse a oír las sugerencias nuevas del Espíritu es tapar los oídos a la salvación sugerida por el Espíritu y un morir lento sin adaptarse a toda renovación del espíritu. El Espíritu de Dios es vida; no un baúl de nostalgias ni ritos miméticamente cumplidos ni fidelidad a lo ancestral. El presente tiene nuevos desafíos a los que hay que enfrentarse con  obediencia, discernirlos con lucidez sin nostalgias y con grandes dosis de paciencia en el Espíritu, que no ha cesado en su protección en ningún momento de la evolución de los tiempos. Vivir es cambiar, decía el Papa Francisco sobre esta misma actuación del Espíritu. Solo la muerte es quietud rígida y sin vuelta atrás.

 “El viento sopla hacia donde quiere: oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así sucede con el que ha nacida del Espíritu” (Ju 3,8). Además, el Espíritu ha sido derramado “sobre toda carne” (Hch 2,17), y no sólo sobre el pueblo confesionalmente cristiano, como decía la profecía de Joel cumplida en Jesucristo. Lo cual significa que en todas las religiones y creencias hay quienes siguen las instrucciones del Espíritu. Así se confiesa que cualquier religión o creencia tiene algo que aportar al conocimiento o experiencia de Dios y que todas ellas contribuyen a la experiencia de Dios y son medios para rastrear a Dios. Las  creencias y rastreos de lo divino por los hombres  se abren a un contacto con lo divino porque están impulsados por el Espíritu de Dios. A Dios se le encuentra no solo en unos ejercicios espirituales bajo la dirección de un eminente director espiritual, sino también en la entrega sincera de una persona a lo que es justo y recto en la vida y en las faenas diarias cumplidas con rectitud y amor a los demás. Hay que confesar esta universalidad de la acción del Espíritu de Dios y no restringirla a situaciones singulares de la Iglesia.

Son muchos los modos como Dios se presencializa en los seres humanos pero todos ellos tienen en común que la pureza de corazón  y la sujeción a alguien que te es superior, de quien dependes y a quien te abres al ser un corazón proclive a la compasión de los demás. Ese mismo Espíritu es el que testifica a nuestros corazones que somos hijos de Dios y quien dice hijos dice también coherederos con Cristo y herederos de su reino (Rom 8, 15ss). Todos vamos por la misma senda y tropezamos con los mismos obstáculos. Y el camino es igual de largo para todo hijo de Dios.

No olvidemos que “el hecho  de creer en Dios y de adorarlo no garantiza vivir como a Dios le agrada…. La paradoja es que a veces, quienes dicen no creer, pueden vivir la voluntad de Dios mejor que los creyentes” (Fratelli tutti, n. 74). Franciscus dixit.   

Ir al artículo

15
Dic
2020
Feliz encuentro con el cuerpo humano que tiene Dios
0 comentarios

  

Estos días recibo felicitaciones con motivo del día de Nacimiento de Cristo deseándome toda clase de bienes espirituales y temporales. Mi profundo agradecimiento por sus buenos deseos que les honra y me hacen deudor de semejantes deseos para ellos.

Permítanme solo exponer el sentido con el que vivo estas fiestas que por mi edad y situación no pueden ser muy repetidas. Para mí estas fiestas no son un cumpleaños de un personaje histórico. Las biografías de cualquier personaje se detienen en transmitirnos la fecha exacta en que vieron la luz. De Jesús no sabemos ni sabremos nunca la fecha exacta de su nacimiento y por ello nunca podremos celebrar su cumpleaños. Tampoco soy capaz de describir pormenorizadamente el contexto económico y social en que se verificó aquel nacimiento, pues aquel mundo está tan alejado económica y sociológicamente del nuestro que ni con mucha imaginación podré reconstruirlo o describirlo con seguridad. Para mí son solo las fiestas de la presencia de Dios en el mundo y el encuentro con Dios presente en carne humana.

A Dios nunca le podremos ver y es inaccesible a la mente humana. La fe cristiana sostiene que Dios tomó una condición humana. Los Santos Padres hablaban de una encarnación de Dios, es decir, tomar la carne humana,  que no son solo fibra y huesos sino también  amor, afecto, comunicación, interpretación y postura individualizada antes las cosas; opiniones humanas si queremos. Es el dogma de la encarnación. Intentar admirar y agradecer la encarnación es para mí una manera plausible de celebrar esta fiesta. Acabo de leer un libro del jesuita Brian E. Daley que se titula El Dios visible. Eso es la encarnación: hacerse visible lo que era invisible e ignoto. Dios escogió una morada inimaginable: esconderse tras una sangre humana, vestirse la forma de esclavo (Flp 2,7) o morar en el mundo de los humanos y visitar nuestros templos (Ju 2,19), de modo que pudiese ser conocido como una persona en unión con él. Dios sometió, se adueñó y residió en un ser humano de carne y huesos. Y expresándose como un profeta escatológico, como un moralista renovador o como un terapeuta del dolor y la angustia; como alguien que viene de Dios en una palabra y nos sale al encuentro. Dios está de un  modo nuevo e inimaginable con nosotros.

Y esto me llena sobremanera. Al fin y al cabo, todo el año ando con mis lectores a la búsqueda de Dios. Y de repente me encuentro con Jesús encarnado, que está ahí, como uno más de nosotros, haciéndose accesible como si fuera un familiar o amigo de los de toda la vida. Eso es lo que buscaba afanosamente.

Tengo el goce de haber encontrado lo que tan afanosamente buscaba. Encontré lo que buscaba: “Tu rostro buscaré, Señor”. Como un hombre de nuestra vecindad: “Tomó condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en figura humana como los demás hombres” (Flp 2,5-8). Eso es lo que experimentaré nuevamente en Navidad. Y ¡cómo no celebrarlo!

Ir al artículo

10
Dic
2020
Adiós definitivo a una cultura patriarcal y clericalista
2 comentarios

  

Entre las preces ofrecidas por el Papa para el mes de octubre estaba la que decía: “Recemos para que en virtud del bautismo los fieles laicos, en especial las mujeres, participen más en las instancias de responsabilidad de la Iglesia”.

Ansiamos ver más mujeres en los espacios donde se toman las decisiones importantes de la vida de la Iglesia, pues laicos y laicas son los protagonistas originarios de la misión de la Iglesia. El sexo no tiene nada que ver con la salvación divina. Y ello en virtud del bautismo común que nos ha conferido a todos, hombres o mujeres, la igual dignidad de ser hijos del mismo Padre y nos ha sellado con el ministerio mediador de Jesucristo por igual y nos ha hecho portadores por igual de la reconciliación humana con Dios. El laicado de la Iglesia, hombres y mujeres, son los protagonistas de la culminación de la obra reparadora llevada a cabo por Jesucristo y por tanto igualmente comprometidos en esa obra, sin caer en clericalismos que tanto han desvirtuado la misión de la Iglesia.

Es un error si describimos el oficio sacramental de la Iglesia respecto a la obra de Cristo como si fuera  una estructura jerárquica con fijación en el género masculino y ordenada con categorías de género y tener la osadía de pensar que ese orden monogenérico sería de institución divina. También es una corrupción pensar que la igualdad de todos por el bautismo quede paliada por una hipotética jerarquía de sexos. El sacerdocio común de todos los creyentes queda desvirtuado si se le sujeta a una jerarquía de géneros, oficios o carismas. La imagen de Dios del sacerdocio de todos los fieles no puede quedar ofuscada por tareas de género. No es aceptable que la misión de Cristo a todos los creyentes se restringa a un sector de selectos varones y se niegue al resto del pueblo de Dios. ¿Quién va a negar que la Iglesia actual despide un tufillo clericalista?

Defender en nuestra cultura y en el tiempo actual la igualdad de todos los bautizados es buscar a Dios que nos ha querido a todos por igual y es buscar las sugerencias del Espíritu que sopla esta igualdad del que una cultura machista nos ha tenido alejados largo tiempo. Igualdad entre hombres y mujeres en toda clase de derechos y potestades, manteniendo que Dios creó hombre y mujer en igualdad. No hacer del mundo un reino de varones ni tampoco un matriarcado.

Ir al artículo

13
Nov
2020
A Dios rogando y con el mazo dando
0 comentarios

  

La actitud de nuestra vida debe ser buscar a Dios  con un anhelo incontenido y continuado y hacerlo llamándole con el forcejeo del herrero golpeando el hierro ardiendo. En la Escritura “buscar a Dios” es sinónimo de invocar a Dios. Es un modo de resaltar que el conocimiento de Dios no es un aprendizaje o un mero dar paso a una curiosidad pasajera satisfecha por una consulta en Google, sino una actitud personal y comprometida para tomar una decisión responsable. Hay que comprometerse con ello; no lo trae la cigüeña por los aires.

El problema es qué es lo que hay que hacer. Pues es algo que está en las manos de todos y no se trata de una especialización de eruditos, ni de habilidades innatas que solo tienen los superdotados. Es el mero ejercicio de nuestra buena voluntad en la tarea diaria y comprometer nuestra voluntad en cualquier ayuda al prójimo, servicio humilde a nuestros semejantes y poner nuestros dones naturales al servicio de los demás en el trabajo profesional. Amar al prójimo y ponerse al servicio de los demás en una palabra. Así busca a Dios la inmensa mayoría de la humanidad.

Es el lema de la santidad que S. Benito proponía a sus monjes: Ora et labora. Es volverse a Dios en la intimidad pero sin dejar de darle al martillo. No es desear solo los bienes buscados sino dedicarse a lograrlos con nuestro trabajo por muy humilde que sea. Tal es la búsqueda de Dios que a todos nos incumbe, al decir de S. Agustín: “Te buscaré, Señor, invocándote y te invocaré creyendo en ti” (Confesiones, l. 1, c. 1). Buscar a Dios, ciertamente,  pero invocándolo para que se haga presente en nuestra vida. Tal es la plausible actitud del verdadero fiel: “Te seguimos de todo corazón y buscamos tu rostro” rezaba Azarías (Dan 3,41).

Ir al artículo

28
Oct
2020
La inviolabilidad de la vida no es una disputa de credos religiosos
0 comentarios

    

El Comité de Bioética de España, que es un órgano consultivo adscrito al Ministerio de Sanidad, hace poco ha publicado un Informe sobre el final de la vida y atención al proceso de morir en el marco del debate público actual sobre la regulación de la eutanasia. 

En él se sostiene que la sociedad tiene una deuda contraída con las personas mayores a las que debe un cuidado exquisito y solidaridad intergeneracional, los cuales son incompatibles con la eutanasia que propone el gobierno en una ley que se está discutiendo en las Cortes. La postura del Comité me parece muy digna y valiente en la vida política de nuestra nación. Y es fruto  de una muy inteligente actitud humana de nuestra sociedad laica desde el punto de vista de una ética humana de los grandes valores.

A los que sentimos lo mismo que el Comité nos agrada esta postura que por cierto no es una postura religiosa ni de carácter confesional. Porque muchas veces he oído que es una propuesta de carácter religioso de cristiandad. Nuestra defensa del derecho a la vida da muchas veces la impresión  que solo por sus creencias religiosas estamos obligados a nunca disponer de la vida de los demás, ni siquiera cuando nos lo piden por compasión. Y como en España los creyentes somos cada vez menos de manera alarmante, habría que legislar cuándo los demás pueden prescindir impunemente de nuestra vida ya que la inviolabilidad de la vida solo la defenderían unos pocos cristianos. Repetidas veces los creyentes damos una opinión al respecto como si se tratara de algo peculiar y exclusivo de creyentes. No. Se trata de aplicar la razón para descubrir lo que nos define como seres humanos, de nuestra condición de seres autónomos con responsabilidad moral propia. Somos dueños de nuestra vida física y responsables de ella y no podemos abandonar nuestro compromiso y decisión a los demás, dándoles el poder irresponsable sobre esta vida que tenemos. Eso es lo racional y lo que toda la humanidad llega a comprender. Es, pues, un tema fundamental de derechos humanos; no de credos de una sociedad religiosa concreta. A la autoridad civil le damos el poder para defender esa vida física y hacerlo coactivamente de modo que nos la preserve con eficacia. Y gozamos del derecho a ser curados o aliviados en todos los sufrimientos físicos con los remedios de la ciencia (cuidados paliativos) pues para ello vivimos y colaboramos en la sociedad en que nos ha tocado vivir. No cedamos a nadie el derecho a privarnos de la vida. No demos a nadie derecho a que nos quite la vida, sino a que alivie nuestros sufrimientos en la vida. Y eso no solo lo queremos sino que lo exigimos en toda sociedad humana. La ética racional nos llama al cuidado, responsabilidad, reciprocidad y solidaridad con los demás, no a disponer de sus vidas arbitrariamente. Disponer de la vida de los demás, en efecto, comporta desigualdad e injusticia pues si disponemos de la vida de los demás ya no somos iguales sino subordinados unos a otros. Ya no somos todos iguales en dignidad y derechos; ya no hay una sociedad con los mismos derechos y deberes, sino una sociedad desigual e injusta en que algunos tienen derecho sobre nuestra vida; es un atentado a la razón y a la igualdad de los seres humanos en derechos y deberes. Esto es lo humano y racional. El poder referente a la vida se lo damos a los demás para que nos defiendan; nunca para que nos pisoteen. Y aparte de ello, ¿qué razonamiento puede justificar a los encargados de ayudar la salud con el juramento de Hipócrates a las espaldas para que pueden decidir sobre nuestras vidas? La eutanasia – dice el Comité de Bioética-  “es un retroceso de la civilización, ya que en un contexto en que el valor de la vida humana con frecuencia se condiciona a criterios de utilidad social, interés económico, responsabilidades familiares y cargas o gasto público, la legalización de la muerte temprana agregaría un nuevo conjunto de problemas”. La defensa de nuestro derecho a no ser privados del derecho a nuestra propia vida es el derecho humano primario de todos los derechos subjetivos que anhelamos ver en las leyes civiles. Son muchos los filósofos que han propugnado que el derecho a vivir es el derecho primario de todo ser humano.

Esta es la razón universal de todos y no el fruto de una religión concreta ni de unas creencias privadas y no válidas para la totalidad de los humanos. No rechacemos la eutanasia por nuestras creencias cuando tenemos que hacerlo por nuestra condición básica de humanos; todos los humanos no es el pequeño grupo de miembros de una confesión. Si además tenemos una fe que lo corrobora, sirva de reafirmación, pero no adelantemos diciendo que nuestra confesión nos obliga a rechazar la eutanasia. La rechazamos porque somos dueños de nuestra vida y el defenderla siempre es tarea de muestra moral racional, un derecho humano básico. Lo que se sale en defensa es de una moral humana y una dignificación de la condición humana como ideal de humanidad y dignificación de lo humano como humano. Cuando me opongo a la eutanasia que está elaborando el gobierno actual lo hago en virtud de una moral a la altura de lo humano y con el servicio de una inteligencia que tenemos todos los hombres y una razón ética que es común a todos los hombres y asequible por completo a cualquier ser humano.

Al proseguir la defensa y calidad de nuestra vida humana es como una búsqueda de Dios a quien rastreamos en la dignificación de nuestro ser y vivir como seres libres e independientes, dotados de una responsabilidad peculiar que es la responsabilidad moral de la conciencia personal. Pelear por salvaguardar nuestra dignidad vital es una manera de buscar a Dios. Es Dios quien nos ha dotado de esa dignidad que reclamamos ante cualquier autoridad de este mundo. Precisamente una de las adquisiciones del Estado liberal en la época moderna es que la vida de los ciudadanos no puede estar a disposición de los poderes públicos, sino su más bien su defensa  y coerción.

Ir al artículo

22
Oct
2020
Sin tener ni arte ni parte
0 comentarios

   

La gracia y la salvación es algo inexplicablemente gratuito. La iniciativa de salvar al hombre es algo exclusivo atribuido a Dios. Lo contrario es pelagianismo, un veneno que corrompe y está presente en muchas incitaciones de nuestra sociedad a la divinización de personas, de sus actos y proyectos o logros.

Pero eso no significa que nuestra salvación se realice sin tener ni arte ni parte, como fue el juramento que impuso el Cid al rey Alfonso VI de no haber tenido ni arte ni parte en la muerte de Sancho II de Castilla por el traidor Vellido Dolfos.  Todo lo contrario, Dios ha querido hacernos actores, partícipes y merecedores de nuestra salvación mediante la humilde sumisión a sus designios, la voluntad de secundar las gracias puntuales de Dios  y el reconocimiento agradecido del amor que se nos tiene y al que podemos ser fieles o infieles. En una palabra, nuestra postura ante los dones de Dios es siempre un acto de humildad y tributar gloria a quien  nos ama hasta el extremo de concedernos su salvación que de alguna manera  es también fruto de nuestros comportamientos.

La caridad cristiana ama a la humanidad que no tiene rostro y hace tapujos con el hombre concreto que nos interpela en su circunstancia visible. Así es la imitación de Dios que está en nuestras manos. Son el mendigo sin cama en la calle y arropado con cartones en días de heladas, el vecino deprimido por falta de trabajo para llevar pan a sus hijos o la cuñada desahuciada por un cáncer de pecho imparable. Ejerce la caridad donada por Dios quien acompaña en el sufrimiento a cualquier necesitado y quien se solidariza con quienes han visto partir a sus seres queridos en este tiempo sin poder despedirse de ellos, quienes se compadecen  con los familiares amigos y vecinos que han perdido por la epidemia seres queridos y quienes agradecen la solicitud de sanitarios por atender enfermos. El Dios Padre es el autor de la gracia que comparte la angustia con todos los que necesitan consuelo afectivo y efectivo.

Tener arte y parte en la solución de estas cosas es el modo de secundar nuestra salvación que sin embargo solo viene de Dios. De él viene todo  lo bueno que hacemos, pero al secundar su bondad nos hace partícipes de esa bondad y así homologamos nuestra condición de buscadores de Dios aunque solo sea Dios quien nos busca.

Ir al artículo

1
Oct
2020
Buscar el rostro de Dios cala hondo
0 comentarios

    

Buscar a Dios es una impronta de la persona y define la historia personal y sello que caracteriza la persona y nos define como individuos y, a la par, nos hace radicalmente distintos. No hablo pues del sacramento del bautismo ni de celebraciones sociales solemnes, aunque no las excluyo cuando es en edades de discernimiento.

Tampoco me refiero a esos libros eruditos sobre la divinidad. La experiencia de mi propia vida me ha enseñado que esos libros, que son tan necesarios para justificar las religiones o las confesiones, no han transformado ninguna persona, o al menos yo no conozco a ninguna. En cambio, me he encontrado con muchas personas cuyo alejamiento e ignorancia de Dios se viven con especial angustia y ahonda las tragedias de su vida o vuelve inquietantes las alegrías de la vida.

El primer encuentro con Dios debe ser tan simple y puro como es el encuentro con quien es nuestro hacedor y nuestra total razón de ser. Así he  llegado a la convicción de que a Dios sólo se le conoce en las vivencias profundas de nuestro ser humano. Las frustraciones de la vida, los complejos acumulados y vigorizados en nuestra vida social, los triunfos parciales o grandes de nuestros empeños y la incertidumbre por desconocer todo acerca de los grandes problemas de la existencia, como son la realidad ineludible e inexplicable del mal en el mundo o la muerte implacable, la versatilidad de las personas y su libertad y qué hay tras la muerte, son los campos propicios para buscar a Dios. Y la razón es que son temas que desbordan los horizontes de lo humano y  son inasequibles a la ciencia o la técnica por muy avanzadas que estén.

Estamos, pues, ante un problema que sólo cabe plantearlo desde la condición individual intransferible y desde las vivencias más exclusivas de cada persona. No cabe generalizarlo ni tipificarlo en leyes ni recetar medicinas con efecto universal. Por ello, cuantas veces alguien habla de este tema lo hace siempre desde su individualidad y experiencias intransferibles. Es decir, la búsqueda de Dios se cumple siempre desde el corazón y con firma y fecha individuales. En una palabra, no se trata de una cuestión académica ni de laboratorios de investigación, sino de un tema al filo de la vida ordinaria y de agenda de trabajo. De esta manera tan singular es como nos tropezamos con el rostro de Dios.

Esto es lo que estaba pensando cuando encontré que un israelita piadoso y poeta de los tiempos de Salomón escribió en un salmo que luego sigue recitando el pueblo de Dios hasta nuestros días. Dice este poeta:

“Oigo en mi corazón una voz que dice: Buscad mi rostro.

Y yo digo: Tu rostro buscaré, Señor, no me ocultes tu rostro” (Salmo 26,8-9)

Pedimos a Dios que no se oculte tras los disfraces de esta vida o los eufemismos del lenguaje y que se nos aparezca en lo sencillo y genuino; en la autenticidad, no en lo convencional. Eso es dar con su rostro, conocer lo auténtico. Saber algo verdadero de Dios, no  las fabulaciones divinas que creamos. Es donde con garantía de éxito debe ser buscado el rostro de Dios.

Ir al artículo

17
Sep
2020
Los migrantes son personas con toda su dignidad y no me salgan por peteneras
0 comentarios

    

El debate migratorio es uno de los grandes temas de la sociología y la humanidad actual. Y no es fácil darle solución jurídica o económica, pues quien tuviera una solución se llevaría un premio; al menos yo se lo daría con gusto.

Sería una contribución laudable a favor del reino de Dios en la misma medida que es cuestión de justica universal, de cumplimiento de la voluntad creadora de Dios y de paz entre todos los seres humanos. En una palabra, cumplir con la voluntad de Dios sobre la humanidad a la que quiere ver salvada y liberada. Es, desde luego, una corrección de la injustica, la violencia y la explotación de unos seres humanos por otros.  Pero es también un precepto positivo de Jesucristo: “fui forastero y me acogisteis” (Mt 25,35). Hospitalidad, apertura al encuentro entre humanos y cumplimiento de socorrer a los más vulnerables son versiones aceptables de este precepto.  En cambio, la xenofobia, la hostilidad, el racismo, la homofobia, el  rencor, la altanería, el machismo…  son caldo de cultivo para el odio de unos pueblos a otros. Son germen de  todas las guerras y primera puntada en el tejido de todas las violencias que están presentes en todas las migraciones.

 Todo lo que sea solidaridad con los demás, apertura a sus problemas, tender puentes entre pueblos, costumbres  y culturas, es favorecer el encuentro con quien es autor y vivificador de todos: el Ser Supremo y autor de todo lo que existe, a quien los cristianos llamamos Padre Todopoderoso, Creador de cielo y tierra y Salvador de todo el género humano. Ante Dios somos todos hijos, no emigrantes. El es quien ha creado la tierra para todos los hombres y es en la que se mueven todos los migrantes. Decir de un humano que viene a quitarnos nuestra tierra o perturbar nuestra tranquilidad o robarnos puestos de trabajo o sembrar inseguridad civil es… ¡salir por peteneras! De lo que se trata es de buscar a Dios, no andarse en la vida por las ramas. Emigrantes y no emigrantes somos hermanos. El migrante en nuestra sociedad lamentablemente solo cuenta como instrumento de trabajo: si falta a las seis de la mañana, los mercados se paran; si falta a las diez, muchas madres no tienen quien cuide de sus hijos; si falta a las doce, muchos mayores no tienen compañía; si falta por la tarde, faltan muchos servicios. Pero el migrante es siempre una persona en la totalidad de sus derechos, es un legado de Dios. Es incompatible creer en Dios y rechazar al emigrante (“a mí me lo hicisteis”).

Ir al artículo

Posteriores Anteriores


Logo dominicos dominicos